Tantos Años…

No, esta vez no hablare de él. Esta vez, hablare de otro “él”. Un él que no creí que hubiera dejado una huella -o algún tipo de marca o cicatriz-, lo suficientemente profunda como para recordarlo con el paso del tiempo. Sin embargo estoy aquí, escribiendo a la mitad de la noche. Que estúpido soy; si no fueras tan importante, no estaría despierto a las 02:53 am.

¿Por dónde empezar?

No fuiste el primer niño al que bese. Tampoco fuiste el primero con el que me “acosté”. No obstante, te convertiste en una parte importante de mi pasado. Aunque he de aceptar algo: tú fuiste mi primer mejor amigo.

Siempre llegaba temprano a tu casa. Yo me levantaba a eso de las 7:00 am todos los días, acostumbrado por la escuela. Desayunaba un vaso de leche, me quitaba el pijama y me vestía con la ropa del día anterior. Después de eso me sentaba a ver televisión hasta que dieran las 8. Necesitaba hacer tiempo.

Tu mamá siempre era la que me abría la puerta. Ella, al igual que yo, siempre se despertaba temprano. Me saludaba, me hacia pasar y me invitaba a desayunar.

-No, gracias –le decía-. Ya desayuné en mi casa.

Ella me avisaba que seguías dormido y entonces yo te esperaba. Veía la tele en el sillón de tu sala hasta que te despertabas.

¿Te acuerdas como paso?

¿Quieres que te enseñe a besar?

Jamás olvidaría esa pregunta. Jamás olvidaría ese beso y a nuestros inexpertos labios tratando de hacer algo que, por naturaleza, deberíamos saber hacer.

Tampoco olvidare esos dulces labios tuyos. Esos labios de niño. Porque eso éramos; niños besándose sobre la cama, viviendo algo que disfrutaban mas de lo que podían describir. Mas de lo que podían sentir.

Eso si, lo que nunca olvidare será el grito de tu hermana clamando tu nombre al verme sobre ti, besándote.

Salte de la cama y me puse de pie a un lado con la mirada clavada en el piso. Tú hiciste lo mismo. Tu hermana desapareció y nosotros nos sumergimos en un silencio que nos inmovilizo del miedo. Miedo a no saber que nos dirían, a no saber cual era nuestro crimen.

¿Por qué grito ella? ¿Cuál era el problema de que nos besáramos?

Ahí tengo una laguna mental. Saltare a lo siguiente que recuerdo.

Estoy afuera de tu casa y tú sales de ella.

-¿Qué te dijeron? –pregunté.

-Que los hombres no se besan. Eso es de maricones.

No volvimos a tocar el tema.

Ese fue el comienzo de una larga y bien llevada “segunda parte” de mi vida.

Llegamos a pelear algunas veces, y esas veces tu hermana aprovechaba para burlarse de nosotros.

-Huy si, ahorita están peleados y al rato van a estar besándose.

Solo ella, tu mama y nosotros, entendíamos que ese era más que un simple chiste.

Pero como dije, esa no fue la ultima vez.

Paso como mes y medio desde aquella primera vez, cuando te invite a quedarte a dormir en mi casa. Dormíamos en el piso de mi sala. Y fue así, que, cada semana, ocultos en la obscuridad de la noche -y con los ojos cerrados aparentando estar dormidos-, nos besábamos hasta cansarnos y quedarnos dormidos. Juntos. Muy juntos. Con nuestros labios tocándose y percibiendo el aroma infantil e inocente del otro.

Nunca hablamos de eso. Era como si nunca hubiera pasado.

Hoy me doy cuenta de que, tal vez, fuiste el primer niño del que me enamore.

No sentía mariposas en el estomago. No pensaba en caminar a tu lado tomados de la mano. Eras mi amigo y así te quería. Jugaba contigo a diario y nos contábamos todo lo que un par de niños de 8 años se pueden contar.

No me importaba besarte en la obscuridad. Era nuestro secreto y eso me hacia sentir que había algo especial; porque era algo específicamente nuestro, algo que no podríamos vivir con nadie más. Con el tiempo me di cuenta de que era un lazo tan fuerte que ni a ti, ni a mi, nos importaba ser maricones hasta el amanecer.

Te mando un saludo, Luis, donde quiera que estés.